miércoles, 30 de junio de 2010

Leyenda del arco iris

Érase una vez en que los colores del mundo comenzaron a reñir. Cada uno reclamaba que era el mejor, el más importante, el más útil y el favorito.El Verde dijo: claramente yo soy el más importante. Soy el signo de vida y de esperanza. Fui escogido para el pasto, los árboles y las hojas. Sin mí, todos los animales morirían. Miren el campo y verán que yo estoy en la mayoría.El Azul interrumpió: ustedes solo piensan de la tierra, pero consideren los cielos y el mar. Es el agua la base de la vida y es elevada por las nubes del mar profundo. El cielo da espacio, paz y serenidad, sin mi paz ustedes serían nada.El Amarillo se rió: ustedes son tan serios. Yo traigo risa, regocijo y calor al mundo. El sol, la luna y las estrellas son amarillas. Cada vez que mire un girasol el mundo entero empieza a reír. Sin mí no habría diversión.El Naranja empezó a tocar su trompeta: yo soy el color de la salud y la fortaleza. Puedo ser escaso, pero soy precioso porque sirvo las necesidades de la vida humana. Llevo las más importantes vitaminas. Piensen en las zanahorias, las calabazas, naranjas, mangos y papayas. Yo no ando rondando por ahí, sino cuando lleno el cielo a la salida y puesta del sol, mi belleza es tan notable que ninguno da otro pensamiento a ninguno de ustedes.El Rojo gritó: yo soy el regente de todos ustedes! Soy sangre, la sangre de la vida! Soy el color de la valentía, dispuesto a pelear por una causa. Traigo fuego en la sangre. Sin mí, la tierra estaría tan vacía como la luna. Soy el color de la pasión y del amor, la rosa roja, la poinsetia y la amapola.El Púrpura se levantó a su plena altura. Era muy alto y habló con gran pompa: soy el color de la realeza y del poder. Los reyes, jefes, y obispos me han escogido a mí, porque soy el signo de autoridad y sabiduría. La gente no me cuestiona, ellos escuchan y obedecen.Y así los colores fueron jactándose, cada uno convencido de su propia superioridad. Su riña se puso cada vez más ruidosa. Súbitamente hubo un relámpago de luz brillante, el trueno tronó y retumbó. La lluvia empezó a caer sin clemencia. Los colores se agacharon de miedo, acercándose los unos a los otros para confortarse. En medio del clamor, la lluvia empezó a hablar: ustedes tontos colores, peleándose, cada uno tratando de dominar al resto. ¿No saben que cada uno fue hecho con un propósito especial, único y diferente? Únanse de las manos y vengan conmigo. Los colores se unieron y unieron sus manos. La lluvia continuó: desde ahora en adelante, cuando llueva, cada uno de ustedes se estirará a través del cielo en un gran arco de color como un recordatorio de que pueden vivir en paz. El Arco Iris es un signo de esperanza para el mañana. Y así, siempre que una buena lluvia lava al mundo, y un arco iris aparece en el cielo, recordemos en apreciarnos los unos a los otros.

martes, 29 de junio de 2010

CUENTOS DEL ZAPATERO ARTIDORO de Roberto Mariani

1 "Dilema"

A las seis de la mañana Artidoro dejaba el catre y ponía en acción sus sentidos en la piecita oscura que un tabique de tablas formaba al dividir el pasillo abandona­do en local del tallercito de composturas de calzado.El lugar era tan estrecho que al pasar delante de la mesita del zapatero había que ponerse de costado.Se llegaba a él desde la calle bajando ocho o diez escalones de mármol agrietados y sucios, los primeros cua­tro o cinco en línea recta desde la vereda, los siguientes, doblando bruscamente hacia el pasillo que recibía un po­co de aire y luz de un ventanuco a ras de la vereda. Pe­ro si el lugar no era ancho, en cambio tenía el largo su­ficiente para ubicar el catre, una silla de paja, una me­sita de madera, el tabique con una abertura sin puerta, una pileta con su canilla de agua, la banqueta de traba­jo, una silla de paja con las patas cortadas y trapos en el asiento que se amoldaban a la forma del cuerpo, y ha­cían menos penosa la posición. Al lado estaba la horma alta, el trespié, el tacho del agua para mojar la suela, las herramientas y un centenar de zapatos viejos que colga­ban de las paredes, sujetos por pares, de los cordones en­ganchados a un clavo.Los inventarios son engorrosos y es posible que me olvide de muchas cosas que merecen ser anotadas. Pero es tan poco lo que tengo que decir de Artidoro, que si no enumero las cosas que formaban su mundo, lo poco que diga de él no tiene sentido.Los momentos siguientes al despertar eran, sin em­bargo, los más agradables para el zapatero. No era gor­do, ni flaco, ni alto, ni bajo, ni calvo, ni melenudo, ni blanco, ni trigueño, era. . . Artidoro. Oía cómo se detenía el carro del lechero y la puntualidad pétrea del marchante le servía de reloj.No se lavaba por falta de hábito, porque sus manos estaban tan percudidas y con una costra tan gruesa de tinta, cera, betún y cola que el agua y el jabón no pene­traban. Se pasaba un trapo húmedo por los ojos, se so­naba, se peinaba con los dedos, se enjuagaba la boca con ­un sorbo de agua que echaba en el tacho donde remojaba la suela y pasando sobre los zapatos esparcidos por el sue­lo, a riesgo de perder el equilibrio, llegaba hasta su si­llita, se colgaba del cuello el delantal increíblemente su­cio y se ponía a trabajar.Un calorcito tenue subía por su cuerpo. La luz que entraba era todavía incierta. Si tenía hambre abría el cajón de la mesita y buscaba hasta encontrar envuelto en el mismo papel de la despensa un pedazo de queso duro. En una bolsita que pendía de uno de los palos del res­paldo de la silla había galletas marineras.Masticaba durante un rato (rusicaba decía él en su endiablado dialecto) sin dejar de trabajar y no siempre, en la misma lamparita de alcohol donde se calentaba el fierro para extender la cera, se hacía un jarro de café o de mate.Esto no ocurría durante las fiestas del Centenario, sino en los días que corren. Y a pesar de la puerta clausurada del fondo del pasillo, junto al catre, puerta de ­hierro que daba al patio del conventillo, muchas cosas del mundo se colaban en el agujero del taller de com­posturas.Sin embargo, lo que más angustiaba a Artidoro era el precio de las cosas. No hablemos de la suela, de los cla­vos, del cemento, todo subía. La gente se miraba azorada. El pan a tres pesos con ochenta. Y el pan, ya se sabe, sólo a los ricos puede prohibírseles que coman pan y lo susti­tuyan con grisines.Pero la angustia casi llega a la desesperación el día que Antonio, el verdulero, que se ponía el sombrero a la mon­tañesa, asomó la cabeza en el cuchitril y gritó:—¿Querés algo, vó?—Dame una manzana (bueno: dijo mensana) y una cabeza de ajo.—La manzana hoy te sale tres pesos y el ajo uniochenta…Artidoro se quedó con el martillo en el aire. Se sacó los clavitos de la boca y con los ojos grandes fijos en el verdulero, murmuró:—¿Te volviste loco, Antonio?—¿Loco yo? Vamo, Artidoro, despertate un poco…El zapatero musitó:—No preciso nada, dejalo por hoy, no preciso nada…—Ahora el loco sos vo… algo tenés que comer si no te querés enfermar... Sacá de la ollita... private de todo, pero de comer no, que te vas a arruinar.Y cuando le trajo la cabeza de ajo y la manzana y de cinco pesos le dió veinte centavos de vuelto, le hizo, con un chiquito de burla:—Total. .. a vo trabajo no te falta. En ve de cobrar diez y ocho la media suela, la cobrás veinticinco. ¿Es­tamos?Bruscamente, Artidoro, se irguió con los ojos llenos de fuego, crispado. El martillo cayó al suelo, la banqui­lla se tambaleó.—¡Ma qué estamos, ni estamos... —gritó—. ¿Quie­ren hacer volver loca a la gente? Primero el viaje estaba a mil y quinientos y la media suela clavada a seis pesos… y junta y junta; después vino a tres mil y la media sue­la a nueve... y junta y junta: ahora el viaje está, a ocho mil y quinientos y la media suela a diez y ocho, y siempre te falta, y aquella pobre espera que te espera Y no la puedo hacer venir.Y se le ahogó un sollozo en la garganta.El verdulero se detuvo con el pie en el primer escalón y le reprochó seriamente:—Miralo al grandote, llorando como una criatura por una mujer.El zapatero se había vuelto a sentar y se llenaba la boca de clavos.Sentía cómo las lágrimas calientes corrían por la piel dura de su cara. Puso una fila de clavitos, se detu­vo y sacó de la bolsa la cabeza de ajo. Entre sus dedos negros era como una joya recubierta de seda. La abrió de­licadamente. Eran diez dientes rosados, apretados, bri­llantes. Sacó uno, lo picó con la trincheta usando la ga­lleta como platillo y empezó a comer. El ajo con su olor picante le comunicaba cierto vigor. Se reprochaba: ¿Sabroso, eh? (Saporito). Por cada diente de ajo que comés, son diez y ocho centavos que le sacás al viaje de Estela. Pero tampoco voy a juntar la plata para que venga a ver a un muerto.Siguió trabajando y con cada golpe de martillo, pen­saba: Si me gasto la plata en la comida, no la puedo ha­cer venir; si no como me arruino y si no viene, seguro ­que me voy a morir.
"Balada de la oficina" de Roberto Mariani

Entra. No repares en el sol que dejas en la calle. Él está caído en la calle como una blanca mancha de cal. Está lamiendo ahora nuestra vereda; esta tarde se irá enfrente. Entra. No repares en el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente, como un vaso de rubia cerveza en una tarde de calor. Hoy, deja el perezoso y contemplativo sol en la calle. Tú, entra. El sol no es serio. Entra. En la calle también está el viento. El viento que corre jugando con fantasmas. Fantasma él también, pues no se ve con los ojos de la cara, y se lo siente. El viento está jugando; ya corriendo una loca carrera por en medio de la calle; ya golpeándose las sienes contra las paredes de las casas; ya deshilándose en las copas de los árboles... f... f... f... f... El viento es juguetón como un recental; esto no es serio. Tú entra.
Deja en la calle sol, viento, movimiento loco; tú, entra.
¿Qué podrías hacer en la calle? ¿No tienes vergüenza, estúpido sentimental, regodearte con el sol como un anciano blanco, y esqueletoso, y centenario? ¿No te humilla, en tu actual situación de muchacho fornido, dejarte forrar por el viento como una hoja dentro de un remolino?
¡Y la lluvia! No te avergonzaré recordándote que los otros días estuviste tres horas, ¡tres horas!, contemplando tras la vidriera del café, caer y caer y caer, monótonamente, estúpidamente, una larga, monótona y estúpida lluvia. Entra, entra.
Entra; penetra en mi vientre, que no es oscuro, porque, ¡mira cuántos Osram flechan sus luminosos ojos de azufre encendido como pupilas de gata! Penetra en mi carne, y estarás resguardado contra el sol que quema, el viento que golpea, la lluvia que moja y el frío que enferma.
Entra; así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo te daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.
Además, cumplirás con tu deber. Tu Deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar.
Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.
No te aburrirás; al contrario, encontrarás con qué matizar tu vida. (Además de que es un Deber.) Entra. Siéntate. Trabaja. Son cuatro horas apenas. Cuatro horas. Pero, eso sí: nada de engañifas ni simulaciones ni sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es limpia, exacta y voluntariosa —voluntariosa sobre todo—, los jefes te felicitarán. Tú estás sano; puedes resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo las has resistido? Ahora vete a almorzar. Y vuelve a hora cabal, exacta, precisa, matemática. ¡Cuidado! Porque si todos se atrasaran, se derrumbaría la disciplina, y sin disciplina no puede existir nada serio. Otras cuatro horas al día. Nadie se muere trabajando ocho horas diarias. Tú mismo, dime: ¿no has estado remando el domingo once o doce horas, cansando tus músculos en una labor con el agua que me abstengo de calificar por el ningún rendimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con inminente peligro de ahogarte ! Yo sólo te exijo ocho horas. Y te pago, te visto, te doy de comer. ¡No me lo agradezcas! Yo soy así.
Ahora vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana, y todos los días, durante 25 años; durante los 9.125 días que llegues a mí, yo te abriré mi seno de madre; después, si no te has muerto tísico, te daré la jubilación.
Entonces, gozarás del sol, y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu Deber!

"La casa de Asterión" de Jorge Luis Borges


Y la reina dió a luz un hijo que se llamó Asterión
APOLODORO, Biblioteca, III, I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. no me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. ( A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el del otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Esto no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá que me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba un vestigio de sangre.
- ¿Lo creerás, Ariadna? - dijo Teseo -. El minotauro apenas se defendió.
Romeo frente al cadáver de Julieta, de Marco Denevi

Cripta del mausoleo de los Capuletos, en Verona. Al levantarse el telón, la cripta, en penumbras, deja ver un túmulo, y, sobre éste, el cadáver de Julieta.
Entra ROMEO con una antorcha encendida. Se acerca al túmulo. Contempla en silencio los despojos de su amada. Luego se vuelve hacia los espectadores.ROMEO.-¡Era, pues, verdad! ¡Julieta se ha suicidado! Veloces mensajeros, oculto el rostro chismoso tras la máscara de un falso dolor, corrieron a Mantua a darme la noticia. Pero, junto con la noticia, hacían tintinear en el aire la intimación de que volviese, la amenaza de que, en caso contrario, me traerían por la fuerza. Todos se despedían de mí con el mismo adiós: "Romeo, ahora sabrás cuál es tu deber". He comprendido. He vuelto. Aquí estoy. No he encontrado a nadie en el camino. Nadie me estorbó el paso para que llegase a este lúgubre sitio y me enfrentase a solas con el cadáver de Julieta. Excesivas casualidades, demasiada benevolencia del destino, sospechoso azar. Alcahuetería de la noche, ¿Cuál es tu precio? Los que te han sobornado ahora me espían, huéspedes de tu sombra. Aguardan que les entregues lo que les prometiste. ¿Y qué les prometiste, noche rufiana? ¡Mi suicidio! Así podrán dar por concluida esta historia que tanto los irrita y que, en el fondo, los compromete de una manera fastidiosa. Julieta ya ha escrito la mitad del epílogo. Ahora yo debo añadirle la otra mitad para que el telón descienda entre lágrimas y aplausos, y ellos puedan levantarse de sus asientos, saludarse unos a otros, reconciliarse los que estaban enemistados, tú, Montesco, con vos, Capuleto, y luego volverse a sus casas a comer, a dormir, a fornicar y a seguir viviendo. Y si no lo hago por las buenas, me obligarán a hacerlo por las malas. Me llamarán Romeo de pacotilla, amante castrado, vil cobarde. Me cerrarán todas las puertas. Seré tratado como el peor de los delincuentes. Terminarán por acusarme de ser el asesino de Julieta y alguien se creerá con derecho a vengar ese crimen. O escribo yo la conclusión o la escribirán ellos, pero siempre con la misma tinta: mi sangre. De lo contrario la muerte de Julieta los haría sentirse culpables. Suicidándonos, Julieta y yo intercambiamos responsabilidades y ellos quedan libres. (A Julieta.) ¿Te das cuenta, atolondrada? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Tenías necesidad de obligarme a tanto? ¿Era necesario recurrir a estas exageraciones? Nos amábamos, está bien, nos amábamos. Pero de ahí no había que pasar. Amarse tiene sentido mientras se vive. Después, ¿qué importa? Ahora me enredaste en este juego siniestro y yo, lo quiera o no, debo seguir jugándolo. Me has colocado entre la espada y la pared. Sin mi previo consentimiento, aclaro. Nací amante, no héroe. Soy un hombre normal, no un maniático suicida. Pero tú, con tu famosa muerte, te encaramaste de golpe a una altura sobrehumana hasta la que ahora debo empinarme para no ser menos que tú, para ser digo de tu amor, para no dejar de ser Romeo. ¡Funesta paradoja! Para no dejar de ser Romeo debo dejar de ser Romeo. (Al público.) Esto me pasa por enamorarme de adolescentes. Lo toman todo a la tremenda. Su amor es una constante extorsión. O el tálamo o la tumba. Nada de paños tibios, de concesiones, de moratorias, de acuerdos mutuos. Y así favorecen los egoístas designios de los mayores, que aprovechan esa rigidez para quebrarles la voluntad como leña seca. (Otro tono.) Ah, pero yo me niego. Me niego a repetir su error. Todo esto es una emboscada tendida con el único propósito de capturarme. Señores, miladis, rehúso poner mi pie en el cepo. Amo a Julieta. La amaré mientra viva. La lloraré hasta que se me acaben las lágrimas. Pero no esperéis más de mí. No me exijáis más. La vida justifica nuestros amores, en tanto que ningún amor es suficiente justificación para la muerte. Buenas noches.(Arroja la antorcha en un rincón, donde se apaga; se emboza la capa y sale.La escena queda sola unos instantes. Luego entran dos PAJES conduciendo el cadáver de ROMEO con una daga clavada en el pecho. Lo depositan a los pies del túmulo. Uno de los PAJES coloca una mano de ROMEO en la empuñadura de la daga. Se retiran.Entra FRAY LORENZO. Cae de hinojos. Alza los brazos.)FRAY LORENZO.- ¡Oh amantes perfectos!
"La Intrusa" de Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera , la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

La leyenda del murciélago

Seguro que alguna vez te ha maravillado la belleza de una mariposa o el esplendor de un pavo real. ¿Sabías que esa belleza y ese esplendor apenas son el pálido reflejo de los que tuvo el murciélago?. Fue el ave más bella de la creación. De eso hace mucho tiempo. Ni los más viejos lo recuerdan. Tendrías que rebuscar entre los apolillados manuscritos de las más antiguas bibliotecas para encontrar algún dato de esta historia.Al principio, el murciélago era como es hoy, y se llamaba biguidebela (de biguidi, “mariposa”, y bel, “carne”; es decir, “mariposa desnuda”, aproximadamente). Un día que hacía mucho frío, subió al cielo y le pidió al Creador que le diera plumas como las de los pájaros, Pero el Creador le dijo que no le quedaban; que bajara a la tierra y pidiera una pluma a cada una de las aves. Así lo hizo el murciélago; y eligió a las que tenían los colores más intensos.El murciélago se hizo así con muchísimas plumas de distintos colores. Sabía que era bellísimo y volaba de aquí para allá, luciendo su precioso plumaje. Todas las aves se paraban a mirarlo; él aleteaba haciendo brillar sus alas multicolores. Estaba tan contento que adoptaba cierto aire de prepotencia. Una vez, como en un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.Estaba tan orgulloso que la humildad lo abandonó por completo. Su continuo pavoneo hacía sentirse chiquitos a los demás. Llegó hasta reprocharle al precioso colibrí que su belleza no fuera ni la décima parte de la suya.Cuando el Creador supo que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, lo llamó al cielo; pero también allí se pavoneó y revoloteó presumiendo. Entonces empezaron a caérsele las plumas. Él volaba y volaba mientras sus plumas iban cayendo. Durante todo el día llovieron plumas multicolores. Desde entonces, otra vez desnudo, el murciélago se refugia en cuevas y trata de olvidar la belleza que una vez tuvo; solo sale de noche, para que nadie pueda verlo.

Leyenda tradicional mejicana.

jueves, 24 de junio de 2010

"Los pedazos del corazón" de Luis López Nieves

Margarita no es el tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza –la terrible, insoportable evidencia– la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo:
–Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara.
Así dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo.
Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un lente de contacto. Me puse de rodillas y le dije:
–Margarita, mi corazón, ayúdame a recoger los pedazos.
¿Qué hizo la hermosa Margarita? ¿Qué exactamente hizo esta mujer que semanas antes, mientras me abrazaba, me había susurrado al oído: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”?
Me cerró la puerta en la cara. Eso hizo.
Y ahí quedé de rodillas, en el suelo, frente a los pedazos dispersos de mi corazón destrozado. El espectáculo me impresionó de tal manera que aún lo llevo grabado en la memoria: sobre los escalones de mármol blanquísimo yacían los pedazos tintos y aún palpitantes de un corazón que, a pesar del maltrato recibido, todavía no se resignaba a perder el amor de Margarita.
Saqué mi pañuelo almidonado y lo abrí con cuidado sobre el mármol. Recogí cada trozo tibio con esmero, uno por uno. Lo pillaba entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, la más diestra; lo llevaba hasta el montículo que empezaba a crecer en el centro del blanco pañuelo y lo soltaba. Así recogí todos los fragmentos, y al concluir mi labor la miré con orgullo y me dije: “He aquí los pedazos de mi corazón”. Envolví mi obra con el pañuelo, hice un pequeño nudo y me lo eché en el bolsillo del gabán.
No me atrevía a montarme en el carro. Estaba un poco mareado, me faltaba el aire, la cabeza la sentía muy liviana. De ocurrirme, en esas condiciones, un accidente, ¿cómo explicarles a los policías que no estaba borracho ni drogado sino que tenía el corazón hecho pedazos?
Toqué varias veces en la puerta de Margarita, quien había sido la mujer de mi vida hasta unos minutos antes, pero esa bestia –me cuesta usar la palabra, pero no hay otra– esa pájara ya estaba bajo la ducha o encerrada en su cuarto con la música a todo volumen. Ya se había olvidado de mí.
Comprendí lo serio de mi caso: era una verdadera emergencia. Por ello decidí buscar ayuda oficial. Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y marqué el 911.
–Emergencias médicas, diga.
–Necesito ayuda, por favor.
–¿Cuál es la emergencia?
–Tengo el corazón hecho pedazos –dije.
Nada, la imbécil me colgó el teléfono. Volví a marcar.
–Emergencias médicas, diga.
–Mire, es en serio. Necesito ayuda. Tengo el corazón hecho pedazos.
–Pues llame a Notiuno. Si vuelve a llamar, lo arrestamos.
Colgó de nuevo.
¿Qué hacer? Me senté en los fríos escalones de mármol blanco –tan gélidos como su dueña–, reflexioné unos minutos y volví a llamar al 911.
–Emergencias médicas, diga.
–Soy yo de nuevo, el del corazón hecho pedazos. Estoy en la avenida Ponce de León número 900. Manda a la policía porque te seguiré llamando toda la noche, puta.
A los diez minutos llegaron dos patrullas. De la segunda descendió un sargento delgado, de bigote fino, a quien se le notaba de lejos que era un hombre sensible. Quizás, en su tiempo libre, era poeta o compositor de baladas. Les pidió a los demás policías, de aspecto bastante violento, que aguardaran, y caminó sin prisa hasta el mármol en que yo esperaba sentado.
–Buenas noches –dijo. Su semblante era el de un hombre en paz consigo mismo.
–Sargento, gracias por venir.
–¿Cuál es el problema?
–Es que tengo el corazón hecho pedazos y no me atrevo a manejar el carro. Me falta el aire y estoy mareado.
–Señor, ¿no cree que estos asuntos se ventilan mejor con un amigo o sacerdote? El 911 es para emergencias médicas reales.
–Pero es que tengo el corazón hecho pedazos.
–Amigo –dijo el sargento, en tono paciente y comprensivo–, usted no es el primero que sufre una tragedia amorosa. Yo le juré a mi novia que si me abandonaba mi vida sería un continuo ir y venir, un perpetuo vagar sin sentido por el mundo, un purgatorio.
–¿Por eso es policía?
–Por eso. Y vago todo el día por la ciudad, aunque siempre tratando de ayudar a los que, como usted, sufren tragedias amorosas.
–Pero lo mío es más concreto, ¿no cree? Mire.
Saqué del bolsillo el pañuelo, lo abrí con cuidado y le mostré los pedazos de mi corazón. Al sargento se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Perdón, amigo, estuve ciego –dijo con un sollozo–. Es cierto: usted tiene el corazón hecho pedazos. Llamaremos una ambulancia de inmediato.
En menos de treinta minutos la ambulancia me dejó en la sala de emergencias del hospital. Los paramédicos habían colocado los pedazos de mi corazón en una neverita con hielo. El paramédico jefe, muy competente, quería llevarla en la falda, pero yo insistí en transportar mi propio corazón. Por pena, o tal vez porque en realidad no les importaba, me permitieron cargar la neverita.
En la sala de espera me sentaron al lado de una rubia treintona. El pelo lacio, partido a la mitad, le caía sobre los hombros. Llevaba una blusa rosada ceñida al cuerpo y sonreía con dulzura mientras leía una revista. Se notaba que era una mujer comprensiva.
Estuvimos unos minutos sin hablar. Yo no tenía ganas de hacerlo porque no es fácil terminar con un amor de quince meses. Todavía quería a Margarita, a pesar de que me había destrozado el corazón; cuando se sufre de amor no quedan muchas energías para hablar.
Pero la mujer soltó la revista de pronto, cruzó las piernas y se inclinó hacia mí:
–¿Cuál es tu signo? –preguntó.
–Qué importa –exclamé sorprendido.
–Importa mucho –aclaró–. ¿Qué tienes en esa neverita?
–El corazón, lo tengo hecho pedazos –dije–. ¿Y tú?
–Estoy a punto de volverme loca.
–¿Por qué?
–El bandido de mi novio me dejó. Yo se lo había dicho muchas veces: “Si algún día me dejas, el dolor me volverá loca”. Pero no me hizo caso, no le importó un ajo mi salud mental. Eso fue ayer. Hoy amanecí con mucho dolor. Pronto, en horas o tal vez minutos, es obvio que me volveré loca. Quizá tengan que atarme.
–¿Qué te recomiendan?
–Electrochoque. Terapia cognitiva-conductista. Pastillas. Meditación. Dieta macrobiótica vegetariana. Depende del psiquiatra. ¿Y a ti?
–Todavía no me ha visto el médico.
–Bueno, pero lo tuyo es sencillo. A mí me han roto el corazón muchas veces.
–¿Y cómo te curaste?
–El tiempo lo cura todo. Paciencia.
Cuatro meses después había empezado a acostumbrarme a la idea de vivir sin Margarita. Todavía la quería, pero me quedaba muy poquito amor. En escasas horas, tal vez en minutos, emitiría un último suspiro y la olvidaría para siempre. Pero debo admitir que, en cierto modo, soy rencoroso. Margarita ya me importaba poco, cierto, pero sentía ganas de vengarme, de hacerla sufrir como yo había sufrido. ¿Acaso es fácil vivir con el corazón hecho pedazos? ¿Es poca cosa?
Esa noche, pues, fui a la casa de Margarita. Aún tenía las llaves, las cuales esa engreída ni siquiera se había molestado en pedirme de vuelta. Probablemente había cambiado las cerraduras.
Pero no, era la misma. Pude abrir la puerta de la sala. Nadie. En la esquina de la derecha, como siempre, el cono de luz formado por la lámpara que acostumbra dejar prendida cuando está en el cuarto. Entré a la habitación. Nadie. Pero alguien se duchaba en el baño. Me acosté sobre la cama a esperar, con los brazos bajo la cabeza. Me sentía algo arrogante y supongo que mi semblante era el de un envanecido desdeñoso, carcomido por un terrible deseo de venganza. Ya me sentía casi libre de Margarita. Sólo me quedaban pocos minutos de amor y los dediqué a contemplar la decoración del cuarto. No quedaba nada mío: ni una foto, ni uno solo de mis regalos, como si yo no hubiera existido nunca.
Tras una larga espera, salió al fin del baño. Estaba desnuda y tan perfecta como siempre, pero no me afectó su presencia. Era claro que el amor se me escapaba de prisa. Me miró con gesto lacónico, sin expresión ni sorpresa.
–Olvidé pedirte la llave –dijo–. ¿Viniste a traerla?
–A eso –dije–. Y a otra cosa mucho más importante.
–¿A qué? –dijo sin miedo. No estaba preocupada por mi presencia en la habitación. No se molestó en cubrir su relumbrante cuerpo desnudo. Así de poco me respetaba.
–Vine a decirte que me quedan poquitos segundos de amor por ti.
–¡Todavía te quedan! –soltó una carcajada–. Qué lento eres. De todos modos, ¿a mí qué me importa? Deja la llave y vete.
–Sé que no recuerdas lo que me prometiste. Yo mismo he olvidado mucho en estos meses. Pero hay una promesa tuya que no puedo olvidar. Me pareció linda en aquel entonces.
–¿Cuál?
–Me dijiste: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”.
–Pendejadas –dijo ella–. Ahora vete. Pronto vienen a buscarme.
–Antes escucha.
–¿Qué cosa? Hazme el favor y sal de mi casa.
–Espera... escucha... escucha bien...
–¿Qué dices?
–Silencio, ahora... ahora... oye.
–Tonto, qué...
–¡Calla, carajo! Escucha...
De golpe sentí como si una larga aguja me atravesara el pecho desde adentro, una afilada aguja que quería abrirse paso entre mi carne y salir a la libertad. Entonces lo vi. Primero se escuchó un tenue arpegio como de telenovelas: un “tlin tlin” agudo y sostenido. Luego un hilo rojo muy fino, casi invisible, comenzó a salir de mi pecho. Al contacto con el aire, se disolvía.
–¿Lo ves, Margarita? –dije calmado–. ¿Lo oyes...? Los últimos segundos de amor por ti. Salen lentos. Los siento salir. Salen. Ah..., se fueron. Míralos disolverse. Ya no te amo, Margarita. Ya-no-te-amo.
Esa noche envolví a Margarita con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo del gabán, donde había guardado los pedazos de mi corazón destrozado. En mi casa la metí en una caja de zapatos, a la que le hice agujeros pequeños para que respirara. Al día siguiente compré una jaula dorada para pájaros raros, con columpios, campanas y una bañerita. Por tratarse de Margarita, también compré muchos espejos. En el colmado adquirí alpiste, semillas de anís y galletitas. Coloqué la jaula en la pared de la izquierda de mi sala, al lado de la ventana.
Ahora, cuando recibo visitas, la espantosa pájara sin alas es siempre el centro de atención. La gente es cruel. Algunos han dicho que la criatura es un monstruo, un simulacro de pájaro, y que debería morir porque no tiene alas. Lo han dicho al frente mismo de Margarita, en su cara.
Otros visitantes –los amantes de los animales, los ecologistas, los vegetarianos– han llegado al indelicado descaro de preguntarme si fui yo quien le cortó las alas. Pero no me ofendo jamás. Comprendo que estas personas –dichosas, en verdad– nunca han sufrido: nunca han conocido, como yo, la perfecta congoja de aquel que está de rodillas, solo, desconsolado, en medio de blanquísimos escalones de mármol frío... recogiendo uno por uno los tibios pedazos de un corazón destrozado. FIN

El escritor y el ilustrador
Luis López Nieves (Puerto Rico, 1950) es escritor y catedrático. Ganó el Primer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña (Premio Nacional de Literatura) en dos ocasiones: la primera, en 2000, por su libro de cuentos históricos La verdadera muerte de Juan Ponce de León; la segunda, en 2005, por su novela El corazón de Voltaire. Es autor del célebre cuento “Seva”, uno de los mayores éxitos literarios de Puerto Rico.
Pablo Suárez (Buenos Aires, 1937-2006) fue uno de los artistas más singulares y críticos del país. Autodidacta, pasó por el Instituto Di Tella y por el movimiento Tucumán Arde. Homenajeó el mate y la milanesa y también pintó y esculpió taxi boys, boxeadores y trepadores.